martes, 7 de abril de 2020

Mi segunda cuarentema


Estaba haciendo el repulgue de las empanadas, después de dedicarle un buen rato a la cocina para matizar este encierro involuntario, cuando me vino a la memoria, que no es la primera vez en mi vida que debo hacer frente a una cuarentena.
Allá por el año 1982, pasé un buen tiempo “guardado” debido a una hepatitis, que a pesar que el malestar aflojó en unos pocos días, los parámetros de la bilirrubina no cedían y por ende el médico me obligó a permanecer en cama, haciendo dieta, y no viendo a nadie, por temor al contagio. Bueno, diríamos, muy parecido a lo de ahora, pero por entonces la dieta era puré de zapallo y alguna que otra verdurita más. Todo una tortura.
Hacía poco tiempo que había salido del servicio militar. Cuando llegó diciembre el teniente Cabrera tenía que optar entre mi compañero de apellido Dodero y yo para la primera baja. Tuve la suerte de ser elegido y volví a la civilización. Pude trasponer definitivamente el portón verde que estaba sobre la avenida 51 y despedirme para siempre de la máquina de escribir Olivetti, que me acompañó durante gran parte de mi permanencia en el RI7.
Es que cuando me tocó incorporarme, en el playón del Regimiento había que incorporarse en la fila de acuerdo a las habilidades que uno tenía. Había una para mecánicos, otra para albañiles y una interminable que era la reservada para choferes. Pero en la de mecanografía, estaba solito.
Me dieron el equipo completo. Un pantalón que la primera vez que me agaché, se abrió de punta a punta el fundillo. Un cepillo de dientes con las cerdas dobladas de tanto uso y una hoja de afeitar con óxido de punta a punta. Lo mejor fueron los zapatos de salida, número 42 cuando calzo 45 y sin ellos no se podía salir. Por suerte, el principal Vivas, a quien tiempo después lo encontré haciendo de seguridad en los camiones de caudales Prosegur, me generaba el salvoconducto al mediodía y a la tardecita, a cambio de que al regreso llegara con el Diario El Día o Gaceta, abajo del brazo.
En resumidas cuentas, quedé en el grupo de 15 soldados que iban a ser asistentes del Jefe de Regimiento, pero después de la instrucción en Arana, eligieron a 14 y quedé afuera. El Cabo Primero López me dijo “Trabajas en el diario El Día y no es conveniente que estés en un sector en donde se ventilan asuntos internos”, y para consolarme, me dio unas planillas para pasarlas en limpio.
Y así comenzó la tarea. Lista de guardia, lista de francos, piezas faltantes en los vehículos, notas al Jefe de Regimiento y hasta lista de desfiles, en la que por supuesto “nunca me incluí”.
En el único del que no pude zafar fue el que se realizó en el playón del Regimiento, el día que vino el Jefe del Ejército. El General más odiado después de Videla. Bajó en helicóptero, inspeccionó las instalaciones y después de arengar a la tropa, comenzó el desfile, entonando una canción que por supuesto no había tenido tiempo de aprenderla.
“El primero de la segunda fila no canta” dijo desde el palco Galtieri. Me salvó el teniente Cabrera, un tipo con edad para ser capitán pero por unos problemitas que había tenido en el monte tucumano, en la época de la guerrilla, tenía un sumario y los ascensos frenados, porque el cabo primero Cruz ya se relamía con la lista de salto rana y cuerpo a tierra que me tenía reservado.
Antes de la baja, pase por los consultorios odontológicos, que estaban en la zona de la residencia de oficiales, donde ahora está el Centro Cultural Islas Malvinas y supongo que allí fue la vía de contacto del contagio de la hepatitis, porque Dodero que debió quedarse hasta la segunda baja, salió casi enseguida porque también contrajo hepatitis.
Todo comenzó con fiebre y dolor de cuerpo, tanto que en un principio me diagnosticaron un estado gripal, hasta que luego de un par de días, oriné con el color de la Coca Cola. Esta vez vino a domicilio una doctora del Hospital Español, que me ordenó análisis y reposo. El doctor Iglesias, el que ahora tiene el laboratorio en 8 y 43 fue el encargado de venir a casa, cuando trabajaba en un departamentito de la misma calle 8 entre 41 y 42. El resultado, “la bilirrubina por las nubes” y el diagnóstico de cuarentena, reposo y dieta.
Cuando uno está enfermo y los síntomas son palpables, se adapta a la cuarentena, pero cuando a los pocos días desaparece la fiebre y los dolores, la cama parece una tabla de clavos que te incomoda. Para colmo, para evitar el contagio, todos estaban lejos, las cosas que usaba se lavaban con agua hirviendo y de la comida familiar, solo me llegaba el zapallo pisado y el olor al bife o la milanesa.
La doctora vino varias veces y siempre era lo mismo “hay que esperar el resultado de los análisis”. Iglesias también vino y me sacó más sangre que usurero. Pero la bilirrubina se resistía en bajar.
Los días se hicieron eternos, con la mala suerte de acostumbrarme a dormir de tarde y estar desvelado de noche. Para colmo de males no existían los celulares, las Tablet ni las PC. Tampoco Instagram, YouTube ni Netflik y ni soñar con la televisión por cable. El único contacto con el exterior era la TV en colores, que arrancaba a las 11 y terminaba a la 1 de la madrugada, salvo los fines de semana. Cinco canales y nada más.
Todo era cuestión de contar las horas hasta el próximo análisis y esperar que todos se fuera a dormir para buscar en la heladera algo prohibido, para despuntar el vicio.
Después de más de un mes de cuarentena, cuando el color amarillo ya había desaparecido y la bilirrubina había bajado senciblemente, me autorizaron a levantarme. Inmediatamente pensé “pasear en auto es como estar dentro de casa, pero más entretenido”, pero la doctora me lo negó rotundamente. Así por 15 días más que fueron interminables, hasta que por fin me dieron el alta para circular. Tanto fue el agobio que volví al trabajo 10 días antes de lo acordado. ¡Qué pavo porque al final, nadie lo valoró!
Hoy a 38 años, la cuarentena volvió a envolverme, pero sin dudas esta es más llevadera. Hago gimnasia y bailo folklore por whatsapp y lo que es mejor, ya recorrí todo el país por YouTube. Y los dejo, porque en un ratito “me voy” para los Esteros del Iberá, que es lo único que me falta recorrer en desde que inicié el viaje imaginario el 16 de marzo pasado.

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El vector de la hepatitis es muy parecido con las actuales imágenes del coronavirus


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